El 18 de mayo de 1291, el día terrible, con las llamas que se elevaban ya desde todos los puntos de la ciudad, Acre cayó ante las incontenibles acometidas de los sitiadores mamelucos tras seis semanas de asedio. La capitulación por la fuerza del último bastión de los cruzados en Tierra Santa, que se convirtió en escenario de un salvaje saqueo, significó el final de una aventura de dos siglos y mucha sangre que el mundo cristiano emprendió en el reino bautizado como Ultramar. La pérdida de este enclave fue el golpe definitivo a la empresa de arrebatar Jerusalén al islam, un sueño que quedó sepultado bajo las ruinas de la vibrante y multicultural metrópolis.
Una nueva y enérgica crónica de los últimos días de Sant Jean d’Acre, nombre que le brindaron los francos, constituye la trama del último libro, con el título de La torre maldita (Ático de los Libros), del historiador británico Roger Crowley, un narrador magnífico. Cargado de acción, ricos detalles, actos de extraordinario heroísmo y descripciones de enorme crudeza sobre el pillaje que se cernió sobre la ciudad, el autor de otras obras imprescindibles como Imperios del mar o Constantinopla 1453 vuelve a armar un épico relato sobre el desenlace de las cruzadas.
Más allá de las evidentes consecuencias históricas de la batalla, que vio cómo los cruzados hicieron lo imposible por contener el empuje del mayor ejército musulmán que jamás se presentó ante las murallas de la ciudad, un enclave costero —situado en la actual bahía de Haifa (Israel)— y fuertemente defendido, a priori inexpugnable, epicentro comercial, Crowley destaca que Acre supuso un hito por los avances tecnológicos en la estrategia militar de los mamelucos del sultán Jalil y las técnicas de asedio. Sus catapultas gigantes representaban «el arma de artillería más potente antes de la era de la pólvora» y el fuego griego quemó vivos a multitud de hombres.
Acre era como un triángulo levantado sobe el mar, una ciudad con una planta con forma de hacha, cuyo ápice constituía el sector más vulnerable. Por ese motivo se erigió en ese punto una gran torre que se articulaba como la piedra angular de la defensa, llamada Turris maledicta, la torre Maldita, que da título al libro. No hay ninguna explicación fidedigna sobre su origen, pero sí muchas leyendas, como que Jesucristo la había maldito durante un viaje por Tierra Santa o que ahí se habían acuñado la monedas que cobró Judas por traicionar a su señor. El clérigo Wilbrand van Oldenburg sugirió una interpretación más lógica: «Cuando nuestros hombres asediaron la ciudad, esta torre fue la más defendida de todas; de ahí que la llamaran la torre Maldita».
«Este libro es la crónica de los hechos que llevaron a musulmanes y cristianos a enfrentarse una vez más en las murallas de la ciudad y de lo que aconteció entonces: el acto final de una campaña de doscientos años de duración que los historiadores árabes conocen como guerras francas y los europeos como las cruzadas por Tierra Santa», explica Crowley.
Reguero de sangre
Nobles emires con turbantes blancos, jinetes armados con arcos cortos, músicos que tocaban timbales y cuernos a caballo, bueyes que arrastraban enormes catapultas fabricadas con madera de las montañas del Líbano… A principios de abril de 1291, frente a las puertas de Acre, se reunió el ejército más grande que el islam había reunido jamás contra los cruzados en Tierra Santa. Una inmensa multitud de hombres y animales procedentes de todo Oriente Medio, tiendas y suministros para garantizar el éxito del asedio y la expulsión de los francos.
«Todos los recursos militares de la región se concentraron frente a la última ciudad cristiana», escribe Crowley. «Las tropas de élite eran guerreros esclavos turcoparlantes de más allá del mar Negro, y el ejército incluía no solo caballería, infantería y cuerpos especializados de suministros, sino también voluntarios entusiastas, mulás y derviches. La campaña había desencadenado el fervor popular por la guerra santa, y una pasión mucho menos piadosa por conseguir botín».
A partir de ahí, el relato que hace el historiador británico de los acontecimientos, basándose en testigos como el Templario del Tiro, versiones islámicas y hallazgos arqueológicos, describe una dramática lucha desde los continuos bombardeos de la artillería mameluca —»piedras como truenos y flechas como rayos»— a las salidas nocturnas de los cruzados, liderados por Guillermo de Beaujeu, el gran maestre de los templarios, muerto durante los encarnizados choques, que pretendían coger por sorpresa al enemigo. Esfuerzos inservibles que condujeron a ese terrible último día, el 18 de mayo, con una caótica huida a través del mar mientras se desataba un tremendo pillaje de los asaltantes.
«El caos se apoderó de la ciudad por completo», relata Crowley. «Acre se convirtió en un escenario en el que los hombres luchaban por la supervivencia individual. En palabras de un cronista: ‘Los vínculos de la piedad natural se rompieron. El padre no pensaba en el hijo, ni el hermano en el hermano, ni el marido en su esposa. Nadie extendía la mano para ayudar a su vecino'». Según las crónicas cristianas, unos 30.000 habitantes de Acre perdieron la vida, cómputo que Crowley considera algo excesivo. «Oh, cristianos cobardes, la venganza de Dios ha caído sobre vosotros», escribió un poeta musulmán recordando la tragedia vivida por los suyos en ese mismo lugar un siglo antes. Acre como principio y fin de las aspiraciones de los cruzados en Tierra Santa.