Las imágenes del encuentro entre católicos y musulmanes en la iglesia de San Sulpicio de París han levantado legítimamente una ola de indignación. ¿Es razonable discutir con el Islam de forma tan ingenua? Para el columnista de Valeurs Actuelles, el padre Danziec, la respuesta es decididamente negativa.
Soazig Quéméner y François Aubel, periodistas de Marianne y Le Figaro respectivamente, acaban de firmar como coautores de un libro publicado por Buchet-Chastel titulado La dictature des vertueux (La dictadura de los virtuosos) con el sugestivo subtítulo: Pourquoi le moralement correct est devenu la nouvelle religion du monde (Por qué la corrección moral se ha convertido en la nueva religión del mundo). ¿Una religión para expulsar a otra? Durante los últimos cincuenta años, hemos visto con claridad que la influencia de la religión católica ha ido disminuyendo. El gran sueño de los progresistas de los años 70 era reconciliar a la Iglesia con el mundo. Sólo consiguieron hacerla desaparecer del terreno. Atrás quedaron los ritos sagrados, la gran pompa litúrgica y los misterios mágicos que cautivaban a los humildes y edificaban a jóvenes y mayores. Atrás quedaba el aura intelectual de la Iglesia, experta en sabiduría. Como la naturaleza aborrece el vacío, el progresismo se hizo un hueco al sol de las renuncias de las autoridades eclesiásticas. La maravillosa primavera que el espíritu del Concilio Vaticano II prometió llevar más allá de las sacristías ha dado paso finalmente a un gran invierno en el corazón mismo de Occidente. Algunos se felicitarán por la pérdida de gloria de la Iglesia. Sólo se dan cuenta de que ha perdido su sabor y su gusto. Si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se salará? (Mateo 5:13).
Jóvenes adolescentes con niqab en el coro de la iglesia de Saint-Sulpice
Sí, la corrección moral es una nueva religión y algunos de sus profetas llevan alzacuellos romano. Mientras la cultura de la cancelación contribuye a configurar un nuevo orden social, hombres de la Iglesia hacen alarde de sus carencias y brillan, por desgracia, por su discreción. ¿Dónde están los guardianes verdaderos ante el derrumbe de los muros de carga de la sociedad occidental y cristiana? Demasiados clérigos dan la impresión de estar pasivos y abrumados. Muchos prefieren negar el desastre, mientras que otros se unen a las filas de los destructores.
El espantoso episodio del pasado fin de semana en el coro de Saint-Sulpice (distrito 6 de París) es lo suficientemente elocuente a este respecto como para pasarlo en silencio. ¿Qué ocurrió en la mayor iglesia de la capital el domingo 6 de febrero? En la superficie, se ofreció a cristianos y musulmanes un momento único de fraternidad. Rezar juntos, reunirse, dialogar. En realidad, en el edificio sagrado, un cartel indicaba incluso a los seguidores de Mahoma que se les había reservado un lugar (temporal) que garantizaba un «espacio de silencio para la oración musulmana» (sic). Las lecturas del Corán y la recitación de suras tuvieron lugar en el ambón. El encuentro musulmano-cristiano terminó con una danza alrededor del altar acompañada de cantos y palmas. Todo esto con jóvenes adolescentes con niqab en el coro. ¿Quién puede dejarse seducir por un diálogo interconfesional vivido de esta manera?
De este gran carnaval y caos teológico no sale bien parada la verdad. Aparte del hecho innegable de que ninguna autoridad musulmana habría permitido a los cristianos proclamar el Evangelio en una mezquita, es fácil observar el engaño de tal evento. El importante documento Dominus Iesus, redactado bajo el impulso del futuro Benedicto XVI en el año 2000, subrayaba, sin embargo, el «cuidadoso discernimiento» al que deben someterse los encuentros entre las comunidades católicas y otras tradiciones religiosas. Es de suponer que la intención de quienes organizaron el encuentro estaba llena de buenos sentimientos. Pero al permitir creer al error que tiene derechos, acabamos por convertir en deber nuestro el callar la verdad. Con el pretexto de abrir puertas, acabamos derribando el marco doctrinal y los fundamentos de la Fe.
La dictadura del relativismo denunciada por Benedicto XVI
Para Chesterton, «lo que amarga al mundo no es un exceso de crítica, sino una ausencia de autocrítica”. Las iglesias se vacían, los fieles votan con los pies, abandonan las malas bromas que se les imponen. ¿Cómo podemos demostrar que están equivocados? A decir verdad, más allá del proyecto de este día en Saint-Sulpice, las imágenes del vídeo de este encuentro interreligioso son absolutamente espantosas en su ingenuidad. Es probable que el escándalo de este evento esté ahí. «La tolerancia llegará a tal nivel que a las personas inteligentes se les prohibirá pensar para no ofender a los imbéciles», advirtió Dostoyevski. Pero es una burla al prójimo tomarlo por imbécil. Los musulmanes (al igual que los sintoístas, los zulúes, los agnósticos o los defensores de los mosquitos, los abetos y otras causas inverosímiles) tienen derecho a escuchar con claridad el mensaje de la Tradición de la Iglesia. Y los bautizados tienen el deber de anunciar el mensaje único y salvífico de Cristo. El texto Dominus Iesus citado anteriormente recordaba la importancia de que la Iglesia siga anunciando el Evangelio de Cristo, a tiempo y a destiempo: «Al final del segundo milenio, esta misión está todavía lejos de cumplirse. Por eso, la exclamación del apóstol Pablo sobre la tarea misionera de todos los bautizados es más actual que nunca: «Porque no es un título de gloria para mí anunciar el Evangelio; es una necesidad para mí». Ay de mí si no predico el Evangelio» (1 Cor 9,16). De ahí la especial atención del Magisterio a la hora de fomentar y apoyar la misión evangelizadora de la Iglesia, especialmente en relación con las tradiciones religiosas del mundo.
Una tradición de anuncio, celo e ímpetu que hunde sus raíces en el propio mensaje de Cristo: «Id, pues, a enseñar a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Desde esta inequívoca palabra testamentaria, los misioneros de todos los tiempos han arriesgado su vida, y a veces incluso han ofrecido su muerte, para dar a conocer a Cristo. Darlo a conocer para que la gente pueda amarlo mejor y así servirlo mejor. Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (I Timoteo 2:4). La virtud de la fe, por tanto, ancla en el alma la convicción vinculante de que Cristo es el camino, la verdad y la vida.
Desgraciadamente, el episodio de Saint-Sulpice muestra una vez más lo frágil que sigue siendo el anuncio misionero de la Iglesia y cómo su perennidad está en peligro. Las teorías relativistas justifican el pluralismo religioso, no sólo de facto sino también de iure (como principio). Sobre todo, sostienen que ciertas verdades enseñadas por Cristo y la Tradición de la Iglesia han quedado obsoletas. En su momento, Benedicto XVI señaló, meditando sobre el relativismo, que «la verdad nunca envejece, pero (que) las ideologías tienen los días contados». No está prohibido, al denunciar a estas últimas, querer acelerar su caída. Incluso sospecho que sería bastante cristiano trabajar en ello.