He dejado pasar, a propósito, algunas semanas después del nombramiento de los nuevos cardenales, antes de hablar de uno a quien tuve la suerte de tratar de cerca, el español Miguel Angel Ayuso. Son tantos los comentarios y entrevistas publicados que me preguntaba siempre si yo tenía algo que decir sobre el que no se hubiera dicho ya.
“Los cardenales del papa Francisco son de todo menos príncipes de la Iglesia. Son servidores, misioneros, obispos o clérigos con experiencia en territorios de conflicto”, decía hace poco un comentarista de un diario español. Nada más cierto sobre monseñor Ayuso. Durante mis años como comboniano, le recuerdo como el compañero que todos hubiéramos querido tener en la misma comunidad. Optimista, cercano y afable hasta el extremo, sus chistes y comentarios jocosos arrancaban la carcajada de todos en los momentos informales de las reuniones y en las comidas. Su sentido del humor no eclipsa su conversación profunda: lo mismo te hablaba del libro de un conocido teólogo que acababa de leer como de la última película de Alex de la Iglesia o de cómo iba su querido “Betis” en la liga. Era también el hermano mayor que, en momentos de dificultad, te daba el consejo acertado y te animaba a no decaer. Nunca le oí hablar mal de nadie.
Sus veinte años de experiencia misionera entre Egipto y Sudan no fueron precisamente un camino de rosas. Por lo que le escuche a el mismo y a otros que vivieron a su lado, vivió momentos muy duros pero eso no le impidió crear espacios de fraternidad entre cristianos y musulmanes en las parroquias donde sirvió. Y su bagaje intelectual, del que nunca le oí presumir, es de primera categoría: licenciado en Estudios Árabes e Islámicos, fue también profesor de Islamologia en Jartum, El Cairo y después en Roma, como decano del Pontificio Instituto de Estudios Árabes e Islámicos. Secretario del Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso desde 2012, Francisco le nombro presidente del mismo dicasterio en mayo de este año.
Durante los últimos anos he seguido su trayectoria como representante del Vaticano en el KAICIID (King Abdallah International Centre for Inter-Religious and Inter-Cultural Dialogue), un centro que favorece iniciativas de dialogo en varios países, entre ellos la Republica Centroafricana. Servidor de ustedes, que ocupa la mayor parte de su tiempo como funcionario internacional en una misión de paz de la ONU en un país desgarrado por conflictos que en muchos casos tienen visos de malas relaciones entre cristianos y musulmanes, ha aprendido al menos tres cosas de monseñor Ayuso que me animan a hacer mi trabajo lo mejor que puedo.
La primera de ellas, que el dialogo inter-religioso empieza por lo que somos y damos de nosotros mismos. Con todo lo importante que sea la preparación teológica, al final solo un hombre cordial y de trato amable puede dialogar seriamente. Yo, en mi trabajo diario, intento facilitar el encuentro entre cristianos y musulmanes en zonas de Bangui, la capital centroafricana, donde individuos armados que dicen ser de una confesión o de otra se han matado y han arrasado los barrios del vecino. Además de eso, como cristiano de a pie intento tomarme en serio trabajar junto a musulmanes en actividades de promoción de la paz. Como oí decir en una ocasión a monseñor Ayuso, no se trata solamente de llegar, sentarnos a una mesa, y discutir sobre distintos temas -ya sean espirituales o más inmediatos- sino de que en ese encuentro se cree una relación de mutua estima y de amistad. Solo los amigos que tienen una relación de confianza pueden ayudarse mutuamente. Esa amistad se teje con muchos pequeños detalles cotidianos: aquí en Centroáfrica, los musulmanes tienen en una enorme estima al cardenal Nzapalainga porque le ven visitar sus mezquitas el día de la fiesta de Id-il Ftr o de la Tabaski, y sobre todo porque le ven circular a pie por su barrio principal para visitarles cada vez que hay problemas serios.
En segundo lugar, todos tendríamos que hacer un esfuerzo mucho mayor por conocer mejor otras religiones. Uno de los mayores problemas que tenemos los cristianos con los musulmanes es que, en general, tenemos muy poca idea del Islam o albergamos una imagen muy deformada. Y también ocurre a la inversa. Al mismo tiempo, el dialogo con personas de otras religiones no tiene por qué diluir nuestra identidad. Al contrario, solo quien vive con convicción sus propias creencias puede dialogar en serio con personas de otra religión.
El relacionarnos cristianos y musulmanes no excluye afrontar con realismo problemas muy serios hasta el punto de exigir a los demás un mayor compromiso. Leí hace poco una entrevista del nuevo cardenal en la que venía a decir que echaba en falta que los líderes religiosos musulmanes condenaran con más firmeza actos terroristas cometidos por individuos que se jactan de utilizar la violencia en nombre del Islam. Mucho me temo que es una llaga dolorosa en la que no hay más remedio que poner el dedo. Esperando no caer en odiosas comparaciones, yo mismo me sorprendo cuando veo a líderes musulmanes en el país donde vivo permanecer silenciosos cuando milicias pretendidamente afines a la fe islámica han atacado iglesias o barrios de mayoría cristiana. Seamos justos: podría citar de memoria infinidad de casos en los que obispos católicos se han jugado su integridad física al denunciar ataques contra la minoría musulmana en este país.
El dialogo con otras religiones es uno de los grandes ejes del pontificado de Francisco. Quienes le critican por esto o le tachan de ingenuo parecen olvidar muy fácilmente que se trata de un tema de larga tradición, al menos durante las últimas décadas de la Iglesia, con hitos importantes como la declaración del Vaticano II “Nostra Aetate”, los encuentros de Asís que comenzó Juan Pablo II además de cientos de intervenciones de los últimos Papas sobre el diálogo interreligioso. Me alegra infinito saber que es un español, y un comboniano, quien representa hoy el rostro visible de ese dialogo por parte de la Iglesia.