¿Qué significa que todo cristiano necesita formarse? En primer lugar significa que la fe cristiana tiene que ver con la verdad. Lo que creemos como cristianos no son cuentos o fantasías, sino acontecimientos verdaderos y realidades efectivamente existentes. La verdad en general para las personas es algo importante. Cuando hablamos en serio nos interesa la verdad, sea la verdad de lo que se informa, de lo que se opina, de lo que se hace, etc. Por contraste, sentimos una profunda frustración cuando nos descubrimos en el error, en la falsedad, o peor aún en el engaño. Cuando las cosas o las personas nos interesan, o nos asalta la posibilidad del error o del engaño, entonces indagamos, buscamos la verdad, o nos confirmamos en ella. Hay por tanto, a este respecto, una doble necesidad de formación para el cristiano: una brota de la fe que quiere ser entendida y conocida como verdadera, y otra que surge de la propia constitución humana que somos, es decir, de que nuestra inteligencia sólo descansa en el gozo final de la verdad descubierta y alcanzada.

En segundo lugar, significa entender que la vida cristiana se aprende, que nadie nace sabiéndola, sino que Jesús El Maestro nos enseña a través de sus testigos acreditados a vivir una vida nueva según Su Evangelio. Por eso está la catequesis de la iniciación cristiana, a los demás sacramentos y otras múltiples formas en que la Iglesia enseña a sus hijos a vivir la fe en medio del mundo. Una manera muy propia de la fe es la formación de la conciencia moral cristiana. El discernimiento de la conducta del creyente en medio de las situaciones cotidianas ordinarias y extraordinarias. El cristiano quiere seguir a Jesús, y seguirlo implica “ponerse en su lugar”. Esto lo entendió muy bien san Alberto Hurtado al preguntarse: “¿Qué haría Cristo en mi lugar?” Ese discernimiento exige formación y acompañamiento espiritual.

En tercer lugar, significa acoger al Espíritu Santo actuante en la Iglesia, y que conduce a la comunidad creyente a la plena comprensión de Jesús. El Espíritu Santo nos enseña a llamar Padre a Dios, abriéndonos connaturalmente al diálogo orante con Dios Uno y Trino. Él es el Maestro de oración, de la verdadera oración cristiana, simple, sencilla, balbuceante y contemplativa, cargada de fuego y de amor que enciende la acción apostólica de los creyentes.

Por último, la necesidad de formación del cristiano se funda en una necesidad aún más radical, la de relacionarnos íntimamente con Dios, de ser amados por Él y amarlo, de conocerlo siempre más y escuchar su Palabra. No se trata de “escuchar voces” como enfermos mentales, sino de acoger, recibir, alimentarse, obedecer, hacer, poner en práctica la Palabra de Jesús. Las relaciones personales no sobreviven a punta de cosas (de ahí la triste tragedia del materialismo y consumismo contemporáneo), sino que se fortalecen y robustecen a base de encuentro personal y amistad. Somos personas a imagen y semejanza de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y con Él sólo cabe el diálogo personal, simple, sincero y concreto. La Palabra de Dios es concreta, está en el Evangelio, y el rostro de Dios es concreto, Jesús de Nazaret, el Maestro. La formación cristiana, entonces, no es para ser más eruditos en cristianismo, sino para conocer vitalmente cuánto nos ha amado Dios en Jesús, y así saber cómo podemos agradarle siempre más, igual que lo hacemos cuando valoramos el inmenso amor de nuestras madres, y no sólo nos duele enormemente ofenderlo, sino que buscamos agradarle en todo. Eso es posible en la medida en que la conocemos. El cristiano es siempre discípulo del Maestro, Jesús, que nos enseña a ser verdaderos hijos de Dios, nuestro Padre, hombres y mujeres que por su fe en Jesús, su esperanza en la venida de Cristo, y su amor crucificado llegan a ser sal de la tierra y luz del mundo.