La creación del ser humano a imagen y semejanza de su Creador, implica que el primero posee, digamos que incrustado en su propio ADN, el debido potencial requerido para, a cada instante, poder parecerse cada vez más y más a Dios (la constitución genética, ontológica, para paulatinamente convertirse, especialmente a través de la gracia del Padre, en un ser cada vez más moral, más libre, más fuerte, más sabio, más creativo y productivo; más bello y, en pocas palabras, más bueno).
Pero ahí no para la cosa: una parte esencial del ser morales, consiste en que seamos, justo al igual que como lo es Dios (y como puntualmente se le describe dentro del Salmo 144), “lentos para enojarnos y generosos para perdonar”.
La postergación de la ira es un acto de amor y de tolerancia, que básicamente suele surgir al reconocer la inmensa facilidad que uno mismo posee (y, por ende, también el prójimo), para caer con nauseabunda y aterradora frecuencia justo ante las garras de la estupidez y la malevolencia (y, de dicha consciencia suele emerger, precisamente, la comprensión, la empatía y la misericordia para con aquel que se ha equivocado).
Cuando entendemos a fondo lo difícil que es hacer lo correcto (lo doloroso que es renunciar a lo incorrecto), nos apiadamos de aquel espíritu atormentado que claramente nos consta que también está siendo consumido, al igual que nosotros mismos, por ese fuego destructivo y contaminante que es el pecado, y que no sólo afecta nocivamente a uno mismo, sino que también puede, y nada menos que por obra nuestra, fácil y peligrosamente extenderse hacia todo aquel que nos rodea.
Claro, eso no significa que el prójimo sea inofensivo, o que el prójimo no pueda ser altamente malévolo y carente de sentido común, sino más bien todo lo contrario; pero es precisamente porque reconocemos en el prójimo a un ser intrínsecamente imperfecto, justo al igual que uno mismo, que podemos entonces apiadarnos de él y comprender mejor hasta sus más terribles acciones, del mismo modo que como tan generosamente lo hace nada menos que el Dios vivo para con nosotros mismos.
La cara opuesta de esa misma moneda, entonces, es la generosidad para restablecer nuestro amor y todos nuestros privilegios posibles, para con aquel que nos ha fallado pero que, de manera francamente heroica, ha tenido la valentía de pedirnos perdón y resarcir sus faltas en contra nuestra; e incluso el asunto, en general, implica incluso el tener la generosidad (y la sabiduría) de perdonar a aquel que ni siquiera se arrepiente o es consciente de sus graves y agresivas fallas en detrimento directo de nuestra propia persona, aunque, por supuesto, sin que por ello bajemos la guardia ante él y permitamos que continúe abusando de nosotros eternamente (pues digamos que estamos obligados a poner la otra mejilla después del primer golpe, pero no ya luego del segundo).