La carta a Tito, de la autoría del enorme Saulo de Tarso, se ha convertido, para bien o para mal, en uno de los puntos centrales de discordia entre católicos y protestantes: Jesús nos ha salvado prácticamente a todos los que deseemos de corazón ser salvos, por medio de su santo y heroico sacrificio, pero “no porque nosotros hubiéramos hecho algo digno de merecerlo, sino por su misericordia”. 

¿Qué significa exactamente lo anterior? ¿Significa que nuestras buenas obras en este mundo no valen nada, en absoluto (y que, por lo tanto, podemos evitarlas a capricho y aun así ser merecedores a futuro de la gloria eterna)? ¿No vale nada una buena obra mía, por más que esté enteramente cargada de un profundo y sincero amor hacia el Padre y hacia la humanidad entera (debido a que nunca alcanzaremos a merecer la salvación, a ser dignos de ella por medio de nuestras propias obras y/o méritos personales)?

En absoluto. 

Lo que significa es tan sólo que nuestra naturaleza humana, entera e irremediablemente perfectible, nos torna en seres perpetuamente capaces de obrar cada vez mejor y mejor. 

Así de simple.

Somos un fragmento de roca en constante perfeccionamiento, la materia prima de la obra maestra de un futuro genio de la escultura que somos nosotros mismos (en caso de que perseveremos constante e incansablemente tanto en el estudio del arte y la ciencia de la escultura, así como también en nuestra admiración e imitación de nuestro Maestro Bueno -el máximo y único Escultor de escultores; el Genio de genios; el Santo de santos-).

Y al ser perfectibles, lógica y consecuentemente significa también que siempre cometeremos errores. Sin embargo, no es el error en sí mismo el que nos lleva a la perdición, ya sea ésta eterna o temporal, sino que es más bien la soberbia que implica el hacernos tontos ante él, es decir, el optar neciamente por cerrar los ojos ante nuestros propios errores (el ignorarlos de modo premeditado y conveniente, como si éstos no existieran o, peor aún, auto engañarnos diciéndonos a nosotros mismos que nuestros pecados no sólo no lo son, sino que en “realidad” son “virtudes”, o características personales, en vez de perfectibles y vergonzosas, enteramente merecedoras de nuestro más profundo orgullo y del estruendoso aplauso de toda la sociedad e incluso de Dios mismo).

Ahí comienza nuestro camino descendiente hacia la perdición (aquel mismo lúgubre sendero recorrido con anterioridad por seres que llegaron a producir, en su momento, obras inmensamente más buenas y grandiosas que todos nosotros, entes inmensamente más inteligentes, poderosos, diligentes, bellos y virtuosos que hasta el más santo de todos nosotros y de todas las épocas de este mundo banal y profano).

Así que lo que significa, entonces, es que la necedad y la soberbia que implica el creerse perfecto sin serlo (es decir, el creernos ya sea un ser enteramente incapaz de equivocarse, o simplemente una persona que no se ha equivocado cuando en realidad sí lo ha hecho -en pocas palabras, el creernos más de lo que en realidad somos-), son nada menos que dos de los “pases mágicos” enteramente capaces de conducir de forma directa (sin escalas), así como a cualquiera de nosotros (incluso al más santo de todos), a uno de los más profundos círculos del infierno.

En cambio, es el camino al cielo el reconocernos como seres capaces de crecer constantemente, seres en perpetua búsqueda de la imitación del Padre; para parecernos a cada instante cada vez más y más a Él, y no a su eterno, inferior, resentido, maligno y soberbio enemigo.

Lo que significa, entonces, es tan sólo que, al aceptarnos como seres perfectibles y, como consecuencia de ello, como individuos entera y humildemente dispuestos a reconocer nuestras propias fallas y limitaciones personales ante Dios y ante el mundo entero, seremos automáticamente tierra fértil, un huerto tal vez pequeño pero que, ya sea más tarde o ya sea más temprano, será perfectamente capaz de producir árboles de frutos buenos, muy buenos (incluso extraordinarios).