A mi queridísimo hermano, Azur.

Muchas veces nos preguntamos cuál es exactamente la razón por la cual Dios, en medio del paraíso, “tienta” al ser humano, colocando a la muerte al alcance de su mano, incrustada ésta, además, en el núcleo del árbol de la ciencia del bien y del mal. ¿Es acaso Dios, un dios narcisista y ególatra, que no puede soportar la idea de que sus “hijos” (sus creaturas) logren convertirse en “dioses” en extremo similares a Él mismo, como de hecho lo suelen sostener de manera errónea ciertas corrientes gnósticas y/o luciferinas? ¿Es, entonces, la serpiente (y el Lucifer de Ezequiel 28) el “bueno de la película” y el Creador, “el malo” de la misma?

Vayamos por pasos (y demos, primero, posiblemente el más complejo de ellos).

Por principio de cuentas, en ningún momento el texto hace referencia a que la sabiduría sea mala (o que Dios sea enemigo de la misma o de que el hombre pueda llegar a obtenerla), sino solamente se puede inferir claramente a partir de sus múltiples versículos, que el ser humano es, en efecto, muchísimo menos sabio que Dios mismo (y también que, si el hombre desobedece a este último, podrá tornarse tal vez en un ser digamos que más inteligente de lo que ya lo es, pero a un precio inconmensurablemente alto: el de la muerte y la consecuente enemistad eterna y premeditada con el Dios del amor, de la verdadera y más profunda sabiduría y de la misericordia). 

Así que en absoluto es que el libro del Génesis proponga que Dios no quiera que el hombre sea sabio, sino que lo único que Dios desea es que no muera y, de manera simultánea, que también sea libre (y es así entonces como llegamos a la esencia de la idea que intento expresar en el presente artículo).

La libertad consiste en elegir voluntariamente el bien (mientras que el libertinaje consiste en optar, igualmente y a plena consciencia, por el mal). El hombre, entonces, es un ser invariablemente poseedor de un libre albedrío, y dependiendo de cómo lo utilice, será un individuo libre y justo, o un simple y malévolo libertino.

Lo anterior, naturalmente, significa que no puede existir la libertad si no existen el bien y el mal, pues si el mal no existiera, consecuentemente ninguna de mis elecciones podría ser jamás negativa (mala), sino todas ellas buenas (por lo tanto, la libertad -mi capacidad de elegir voluntariamente el bien y, por consiguiente, también de rechazar voluntariamente el mal- simple y sencillamente no podría ser ni existir).

De ahí, entonces, que aun dentro del paraíso, nos encontremos con la existencia del árbol de la muerte (el de la ciencia del bien y del mal); es decir, la presencia en el paraíso de la posibilidad de pecar, por pequeña que ésta sea, tornaba automáticamente a Adán y a Eva en seres libres, verdaderamente similares (a imagen y semejanza), de su Creador (en creaturas fabricadas a escala a partir del modelo original y perfecto que sería Dios: el hombre y la mujer, entonces, no son omnipotentes, pero sí poderosos -es decir, seres cabalmente libres-, no son omniscientes, pero sí enteramente capaces de obtener sabiduría e incluso de ser ellos mismos misericordiosos y solícitos de la misericordia del Padre, etc.)

Es entonces, la privación o sacrificio que implica el obedecer a Dios (en este caso, absteniéndonos del fruto letal del árbol de la muerte), nada menos que la propia cruz. La cruz es, por lo tanto, el precio a pagar para, precisamente, podernos ganar el paraíso (para poder permanecer dentro de él per sécula seculórum), y la cruz, por si fuera poco, debe ser tomada no a la fuerza, sino de forma (una vez más) enteramente voluntaria, justo como lo hiciera el Mesías prometido camino al Gólgota en manos de sus perversos enemigos.

Es por eso, entonces, que sin cruz no hay libertad, pues la libertad implica cargar (por mera decisión personal) precisamente con nuestra propia cruz (es decir, el rechazar voluntariamente el mal, como ya lo decía), aunque ello implique, de forma lógica y en pro de un bien muchísimo mayor, un sensible sacrificio personal, ya sea a veces pequeño, mediano o incluso considerablemente grande.