En la Asamblea Plenaria de la Unión Internacional de Superioras Generales celebrada en Roma en mayo de 2016, le preguntaron al papa Francisco si había algún impedimento para incluir a las mujeres entre los diáconos permanentes, al igual que ocurrió en la iglesia primitiva, y por qué no creaba una comisión oficial para estudiar el tema. Unos meses después el Papa despejó la incógnita y creó una comisión, formada por seis hombres y seis mujeres, presidida por el entonces secretario –hoy presidente– de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el arzobispo español Luis Ladaria Ferrer –hoy cardenal–, para el estudio del diaconado femenino en la Iglesia católica. De la comisión fueron excluidos cuatro continentes: Asia, África, América Latina y Oceanía. Había doce miembros europeos y una estadounidense. El inicio de dicha comisión no podía ser más asimétrico y desigual.
En la rueda de prensa ofrecida el 7 de mayo en el avión de vuelta de su viaje a Macedonia, el Papa reconoció la disparidad de criterios de los miembros de la comisión tras dos años de estudio e, implícitamente, se refirió a la disolución de la misma sin que hubiera emitido un informe al respecto. A la vista de la falta de resultados, el Papa no ha tomado ninguna decisión.
Mejor, así, porque, en mi modesta opinión, se trataba de una comisión tan innecesaria como ineficaz, como se ha demostrado por la falta de resultados y su rápida disolución. Era innecesaria porque el estudio ya está hecho por exegetas, teólogos, teólogas, historiadoras e historiadores del cristianismo. Las conclusiones cuentan con un amplio consenso entre quienes vienen investigando desde siglos sobre el tema: Jesús de Nazaret formó un movimiento contrahegemónico igualitario de hombres y mujeres que lo acompañaron por los caminos de Galilea, compartieron su estilo de vida itinerante y asumieron responsabilidades sin discriminación alguna por razones de género.
En los primeros siglos del cristianismo hubo mujeres sacerdotes, diaconisas y obispas que ejercieron funciones ministeriales y tareas directivas hasta que la Iglesia se jerarquizó, clericalizó, patriarcalizó y las mujeres fueron reducidas al silencio. El libro de la teóloga estadounidense Karen Jo Torjesen ‘Cuando las mujeres eran sacerdotes. El liderazgo de las mujeres en la iglesia primitiva y el escándalo de su subordinación con el auge del cristianismo’ (El Almendro, Córdoba, 1996) lo demuestra con todo tipo de argumentos: arqueológicos, históricos, teológicos y hermenéuticos. Y más recientemente ‘Sacerdotas. La mujer en las diferentes liturgias y religiones’, de Yolanda alba /Almuzara, Córdoba, 2018).
La comisión me parecía ineficaz, si faltaba voluntad de incorporar a las mujeres a las funciones eclesiales directivas, al acceso directo a lo sagrado sin mediación patriarcal y a la participación en la elaboración de la doctrina y de la moral. Hoy puede afirmarse que faltaba dicha voluntad. A los hechos me remito. En la encíclica ‘Inter insigniores’, el papa Pablo VI cerró a cal y canto la puerta al acceso de las mujeres al ministerio sacerdotal alegando que Jesucristo solo ordenó a varones.
Sus sucesores han repetido tan falaz argumento como un mantra. Juan Pablo II, asesorado por el cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, radicalizó el cierre al afirmar que el asunto quedaba zanjado definitivamente. Benedicto XVI, conocedor como teólogo que era, de la existencia de mujeres diaconisas, sacerdotes y obispas en el cristianismo primitivo, se mostró igualmente contumaz y siguió el mismo camino de obstrucción al sacerdocio de las mujeres. El papa Francisco ha vuelto a ratificarlo citando la contundente afirmación excluyente de Juan Pablo II.
No puedo compartir la idea del diaconado femenino, porque, de instaurarse institucionalmente y atendiendo a las funciones auxiliares que se les asignaría, las mujeres seguirían siendo subalternas y estarían al servicio de los sacerdotes y de los obispos, no de la comunidad cristiana. Más que de entrar en el estatus de colaboradoras directas de los sacerdotes y obispos, pasarían a un estado de servidumbre permanente. Creo que es hora de pasar de la subalternidad de las mujeres a la igualdad; de la sumisión, al empoderamiento; de su estatuto de dependencia, a la autonomía; de ser objetos decorativos, a sujetos activos. Y eso con el diaconado femenino no se lograría, sino todo lo contrario: se prolongaría la minoría de edad de las mujeres bajo el espejismo de que se está dando un importante paso hacia adelante y de que se les concede protagonismo.
Insisto, lo que se haría sería perpetuar la humillación y la servidumbre, la subalternidad y la dependencia del clero sacerdotal, episcopal y papal. Para que se produzca un cambio real en el estatuto de inferioridad de las mujeres, es necesario que sean reconocidas como sujetos religiosos, eclesiales, éticos y teológicos, cosa que ahora no sucede.
Y para que esto suceda es necesario mirar al pasado, ciertamente, pero no con la añoranza de reproducir acríticamente la tradición, sino con el objetivo de recuperar creativamente el protagonismo que las mujeres tuvieron en el movimiento de Jesús y en los primeros siglos de la Iglesia cristiana. Pero, sobre todo, hay que mirar al presente y al futuro para poner en práctica en el interior de la Iglesia el principio de igualdad y no discriminación de género que rige, aunque imperfectamente, en la sociedad.
Cualquier discriminación y cualquier injusticia de género son, antropológicamente, contrarias a la igual dignidad de todos los seres humanos; teológicamente, van en contra de la creación de ser humano como hombre y mujer a imagen y semejanza de Dios; eclesialmente, son contrarias al movimiento igualitario de Jesús de Nazaret, al principio de fraternidad-sororidad que debe regir en la Iglesia y a la igualdad de las cristianas y los cristianos por el bautismo. Sin igualdad y justicia de género, la Iglesia seguirá siendo uno de los últimos, si no el último, de los bastiones del patriarcado que quedan en el mundo. En otras palabras, se mantendrá como una patriarquía perfecta. Y para justificar dicha patriarquía no podrá apelar a Jesús de Nazaret, su fundador, sino al patriarcado religioso, basado en la masculinidad sagrada, que apela al carácter varonil de Dios para convertir al hombre en único representante y portavoz de la divinidad.
Como afirmara la filósofa feminista Mary Daly, «si Dios es varón, entonces el varón es Dios». ¡Patriarcado en estado puro! Como escribe la intelectual feminista de la tercera ola, Kate Millet, en su libro ‘Política sexual’, «el patriarcado tiene a Dios de su parte». Es verdad. Y lo es desde su alianza y complicidad con Adán en contra de su primera esposa, Lilith, defensora de la igualdad entre ella y Adán, como cuenta un Midrash del siglo XII,
O quizá habría que decir, mejor, que son las masculinidades sagradas, las que se arrogan la representación patriarcal de Dios y es a ellas a a quienes el patriarcado ha tenido y sigue teniendo de su parte. ¿Hasta cuándo? De todos depende que esa situación se perpetúe o, por el contrario, cambie.
JUAN JOSÉ TAMAYO
Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones. Universidad Carlos III de Madrid