Las virtudes, vistas desde la teología espiritual, son aquellas que nos capacitan para ser plenamente humanos. Estas nos llevan a la felicidad y, por consecuencia siguiendo la línea teológica, al cielo.
Una de ellas es: la humildad. Del latín humus (tierra), la humildad es vista religiosamente como aquella virtud necesaria para que se siembren las demás. No podemos ejercer plenamente ninguna otra virtud si no vivimos la humildad, es la base para que todas las demás se desarrollen en su totalidad.
Pero antes de definir o tratar de explicar teológicamente esta virtud me gustaría aclarar un punto: normalmente entendemos mal cuando escuchamos la palabra, ya que la vinculamos a cosas como la valía y, per se, creemos que alguien humilde es alguien que se humilla o que es pobre, y en el mejor de los casos, una persona que no permite que se le reconozca si es virtuoso en algún campo.
La humildad, espiritualmente entendida, no quiere decir que no se reconozca al virtuoso sino todo lo contrario. No es que no se reconozca sino que este sea capaz de saber dónde está parado y, principalmente, hacia quién está enfocado su virtud: hacia Dios.
Ya para explicar propiamente a la humildad, tomo la definición del dominico español Antonio Royo Marin, quien en el libro La teología de la perfección cristiana (1943), la define como:
[…] es una virtud derivada de la templanza que nos inclina a cohibir el desordenado apetito de la propia excelencia dándonos el justo conocimiento de nuestra pequeñez y miseria, principalmente en relación con Dios.
Esto quiere decir que la humildad le enseña al fiel a aceptar su realidad tal cual es. No a reducirse o desencantarse por el no reconocimiento de algo que haga bien, sino que no vive centrado en sí mismo y aunque se sabe bueno, no se vanagloria de ello porque sabe que ese éxito no viene de él, sino que es un don que le ha sido dado por Aquél a quien él adora y venera.
Ser humilde, teológicamente, no es humillarse. No. Ser humilde es simplemente reconocer la miseria humana en relación con Dios. Quizá la miseria pueda leerse fuerte e incluso malentenderse, pero espiritualmente no es ser miserable, sino simplemente, reconocer que sobre el hombre hay Alguien superior quién merece todo el mérito.
La clave de la humildad cristiana es el conocimiento de la bajeza humana y obrar conforme a ello. Es decir, en comparación con Dios, el hombre es insignificante y reconocer y aceptar la dependencia hacia Dios será la clave para vivir dicha humildad.
Así pues, para cerrar tomo las palabras de santa Teresa, “humildad es andar en verdad”, o lo que es lo mismo, conducirse bajo la sombra de la Verdad.